Sérgio Moro y el uso político de la justicia
Sérgio Moro, el juez que dirigió la operación Lava Jato y ahora es ministro de Justicia y Ciudadanía del gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil, presentó ante el congreso el martes 19 de febrero su plan de combate al crimen y la corrupción. Fue una casualidad que un día antes, el presidente Bolsonaro tuviera que cesar a Gustavo Bebianno, su ministro de la Secretaría General de la Presidencia.
El nuevo gobierno lleva nueve semanas en funciones y ya cayó un alto funcionario por estar involucrado en un escándalo de corrupción. No es un buen augurio para Bolsonaro, quien llegó a la presidencia con una campaña contra la corrupción de la clase política tradicional.
Ante las acusaciones de corrupción en contra del partido de Bolsonaro (el Partido Social Liberal), su círculo cercano y sus familiares, el ministro Moro se ha mantenido en silencio. Y ese mutismo se agrava cuando se analiza el paquete de medidas contra el crimen y la corrupción que propuso la semana pasada. Se trata de una propuesta que no solo es poco novedosa, sino que, de aprobarse, puede ser contraproducente para Brasil.
El paquete judicial de Moro se resume en tres propuestas: la liberalización de la posesión de armas de fuego, que los condenados en segunda instancia sean encarcelados (aunque les queden apelaciones, como es el caso del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva) y la creación de nuevos instrumentos para facilitar el uso del mecanismo de delación premiada.
En conjunto, esta reforma corre el riesgo de provocar un aumento tanto en la violencia policial —al disminuir las penas a los policías que hayan asesinado sin motivo a un individuo (solo en 2017, de los casi 64.000 asesinatos en el país, 5144 de ellos ocurrieron durante operaciones policiales)— como sobrepoblar las cárceles brasileñas, que para muchos analistas son más escuelas del crimen que centros de reintegración social.
Pero lo más importante de la reforma de Moro es lo que no incluye, y que por lo mismo se trata de un atado de propuestas que no ataca el origen de la corrupción. Su paquete no impone techos para las donaciones de personas físicas a las campañas, lo que permite a las empresas driblar la veda a las contribuciones empresariales decidida por la Corte Suprema en 2015. Tampoco pone límites a las transacciones con dinero en efectivo en una campaña electoral, una vía clásica para ocultar gastos. Quizá la ausencia más notoria es la penalización de los gastos ilegales de campaña. Cuando encabezaba la operación Lava Jato decía que esta acción tendría que ser un delito asimilado a un “crimen contra la democracia”. Pero ahora decidió dejarla de lado.
La operación Lava Jato fue una investigación sin precedentes en América Latina y tuvo el acierto de revelar lo profundamente arraigada que está la corrupción en Brasil. Pero si Sérgio Moro no enmienda su reforma judicial ni condena y da autonomía para perseguir posibles casos de corrupción del círculo cercano de Bolsonaro, al final también podría ocasionar que el legado de Lava Jato sea uno funesto: haber hecho un uso político de la justicia.
Las consecuencias de la operación de Moro, iniciada en 2014, han sido enormes: centenares de personas han sido encarceladas, el expresidente Lula da Silva está en prisión y el hastío social de la política tradicional fue determinante para la victoria de Bolsonaro, quien centró su discurso en erradicar la corrupción.
No se puede negar que Sérgio Moro tuvo un papel decisivo en el proceso electoral de 2018 y también es inevitable advertir que la investigación que dirigió resultó ser favorable a Bolsonaro. Cuando Lula da Silva encabezaba las encuestas para ganar la presidencia, intensificó su persecución al expresidente, quien ingresó a la cárcel en abril.
Así que, unos días después de la victoria electoral de Bolsonaro, cuando se anunció que Moro sería parte del nuevo gobierno, para muchos de sus críticos se confirmó la parcialidad del juez: Moro politizó la justicia brasileña. Es aquí cuando cobran especial importancia los cuestionamientos que han recibido los métodos de Moro en su proceder judicial, entre ellos —como se ve en su propio veredicto— condenar a Lula da Silva sin evidencia directa de cometer actos ilícitos.
A cinco años de la investigación, es justo examinar el legado de Lava Jato: la percepción de la corrupción ha aumentado en Brasil y el precedente de Lula da Silva no sirvió para que el expresidente Michel Temer, pese a que algunas investigaciones probaron que estuvo involucrado directamente en actos de corrupción, fuera destituido. Al día de hoy, las principales figuras empresariales y políticas de Lava Jato —Marcelo Odebrecht, Antonio Palocci y João Santana— salieron de prisión y, sin renunciar a las ganancias ilícitas que obtuvieron, están cumpliendo sus condenas en arresto domiciliario. Mientras que Lula da Silva está en la cárcel después de haber sido condenado en dos ocasiones por “actos de oficio indeterminados”, Odebrecht, por ejemplo, está detenido en su mansión de São Paulo.
Desde el fin de la dictadura militar, en 1985, solo uno (Fernando Henrique Cardoso) de los cinco presidentes elegidos democráticamente no ha sido destituido o ha estado directamente involucrado en algún escándalo de corrupción. Esto revela que el robo de dinero público es un problema estructural que se tiene que atender sin recurrir a propuestas que maquillen la corrupción pero no la erradiquen de raíz.
Y si quiere lograrlo, Moro tendría que desandar su reforma judicial y asumir los cambios que realmente se necesitan: reestructurar el sistema electoral brasileño, propenso al financiamiento ilegal de campañas, y repensar el régimen político (el presidencialismo de coalición) que favorece la fragmentación partidaria en el congreso y dificulta la creación de mayorías políticas. Ese esquema es el que permite que, para gobernar y crear mayorías parlamentarias, los mandatarios tengan que aceptar compromisos —a veces fuera de la ley— que le abren la puerta a la corrupción.
Si Moro redirige sus esfuerzos en ese sentido, quienes criticamos sus dudosos procedimientos judiciales para llevar a prisión a Lula da Silva y consideramos equivocada su incorporación al gobierno de Jair Bolsonaro, seremos los primeros en reconocerlo.
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Gaspard Estrada es director ejecutivo del Observatorio Político de América Latina y el Caribe (OPALC) de Sciences Po, en París. William Bourdon es abogado y presidente fundador de la Asociación de Protección y Defensa de las Víctimas de Crímenes Económicos.
The New York Times | Foto: Eraldo Peres/Associated Press